Una vez conocí a una niña. Ella pensaba que podría jugar a la rayuela con las líneas de una carretera. Creyó que era verdad que hay una estrella que guía a los viajeros con alma de nómada. Encontró miles de hogares y todos ellos fueron personas. Se abrazó al desastre que supone arrancar sus raíces y amarrarlas a cualquier corazón que creía que latía por algo más que supervivencia. Luchó por llegar a una cima solo para robarle un rayo de luz al sol y así poder alumbrar los ojos tristes de su madre. Amó como solo un niño puede amar: con el pecho abierto y como si no hubiese un mañana. Escribió durante demasiadas madrugadas para sus dientes de leche y lloró cuando su barquito de papel no podía surcar más mares. Sobrevivió a un naufragio y llegó a tierra, donde añadió una vela más a la tarta simplemente para poder soplar un nuevo deseo. «Que empiece el viaje», pidió. Lo escribió en una libreta, porque le habían contado que si los sueños se dicen en alto no se hacen realidad.
Esa niña, que soy yo, se ha hecho mayor.
Ahora comprendo que no entiendo qué es vivir si no es desgastar la suela de los zapatos y las ruedas sobre el asfalto, o quizá es que el mundo no para de girar y yo solo trato de seguir el baile.